OCTAVO CUENTO. Memorias.

Era un día soleado. Yo estaba tan contenta junto al resto de mis amigas, charlando sobre cualquier cosa, jugando a salpicarnos... Entrada la tarde, el ambiente se enrareció, todo el mundo se alborotó y Madre no nos quería decir qué pasaba. Era muy extraño. He de reconocer que me atemoricé. De pronto, para mi sorpresa, empecé a notarme más ligera, como si pesara menos. Miré hacia abajo y vi a mis compañeras quedarse en la lejanía mientras yo seguía subiendo, sin una razón aparente.

El calor que hacía abajo se fue disipando conforme iba tomando altura. Cada vez tenía más miedo. Comprobé que algunas de mis amigas también empezaron a ascender tras de mí y entonces, miré hacia arriba y vi una inmensa masa blanca de cuya existencia nunca me habían hablado. Cuando llegué a esa espuma abstracta, por fin un poco de tranquilidad, no había ruido, ni viento, ni temperatura, sólo vacío. Cuando pude aclararme la vista, advertí que allí había más de mi especie y que mis amigas ya iban llegando. Nadie sabía lo que pasaba.

De pronto, algo se desencadenó, el inmenso envoltorio blanco empezó a desplazarnos endiabladamente en horizontal durante mucho tiempo, a una velocidad abrumadora, el miedo regresó. Perdí la noción del tiempo y del espacio. Tras un tiempo que no sabría determinar, la nube se rompió sin previo aviso y todas caímos, yo fui de las primeras en hacerlo. El vértigo era atroz, cada vez estaba más cerca de tierra firme.

Entonces, lo inexplicable, la llegada. Me detuve, sin pretenderlo, en el rosado moflete de una de esas humanas de las que había oído hablar pero más como leyenda que como reales. Totalmente extasiada, me fui deslizando por la suave piel de su rostro y me encontré varada en la comisura de sus labios.

Ni el mar con las que eran como yo, ni el cielo en su inmensidad... El lugar más bello en el que había estado jamás esta humilde gota fue ése. Comprendí tantas cosas que no sé explicar...



Lluvia. Fotografía de Carmen Mª Lorente Hernández.

Escrito el 16 de Septiembre de 2009.

Fue un momento de enamoramiento el que inspiró este relato. El 16 de Septiembre faltaban dos días para que comenzara lo que iba a ser lo mejor que me ha pasado nunca. Fue en esta época cuando empecé a sentir que el pasado pasó y que había esperanza futura, más tarde aprendí —o entendí, mejor dicho, porque aprenderlo, creo que no lo he aprendido nunca— que había que dejarse de futuros y centrarse en el presente, pero ésa es otra historia. Cuando pensaba en la comisura de los labios al escribir esto, sólo eran unos labios los que veía.

Siento ser, quizás, un poco enigmático, pero yo sólo sé escribir lo que me sale. Supongo que todos estos días de lluvia que estamos teniendo, determinan que ya es hora de que en este blog haya alguna canción de Love of Lesbian. Cómo quisiera ser capaz de romper las ventanas y disfrutar de una lluvia de cristales. Pero los cristales duelen, se clavan. La lluvia, mejor de agua, aunque a veces se clave igual.


Salud. Tomás.

SÉPTIMO CUENTO. La canción prohibida.

Ebrio, haraposo y hediente a alcohol de fuerte graduación y tristeza. Así se presentó en la heladería del muelle. Aunque era mediodía, no era capaz de percibir aquella intensa luz que el Sol desprendía.

En las timbas clandestinas perdió su velero, su traje, sus galones y la poca dignidad que le quedaba. Se apoyó en la barra de la heladería y pidió un vaso de ginebra con hielo —o eso pareció vocalizar—. La niña que estaba atendiendo a los clientes entró corriendo a la trastienda a advertir a su padre de la desagradable visita. El dueño del local salió, escoba en mano, y empujó al viejo y desaliñado marino hasta fuera de la heladería, éste se tropezó en el marco de la puerta y salió dando tumbos hasta caer cerca del borde del muelle.

Diez minutos después, el marinero se levantó del suelo a duras penas y prosiguió su vagar sin rumbo por la dársena, pues nunca supo moverse en un sitio en el que no percibiera la humedad, la brisa, el salitre y el graznar de las gaviotas. A los cinco minutos de empezar a deambular, volvió a caer, esta vez al mar. Nadie se percató del accidente.

El andrajoso barbudo alcanzó la mayor lucidez de los últimos años justo en el momento previo a lo inevitable. Antes de que el agua inundase sus pulmones, el que fuera capitán de navío tuvo tiempo de recordar lo feliz que había sido y también los reveses que la vida le había reservado. Pero, sin embargo, no era eso lo que lo había llevado a caer en aquel pozo salino sin fondo que antaño había sido su hogar; el recuerdo que había torturado a Manuel desde hacía años, fue aquella canción que ella cantaba a la luz de una farola en el puerto de Cádiz la noche que la conoció.

Un pescador encontró a cien metros de la costa el cuerpo inerte de un hombre por cuya apariencia no podía identificar, sólo tenía una marca distintiva en forma de tatuaje en la espalda que le hizo recordar que se trataba del que otrora fuera su patrón y, quizás, el marino más sabio que jamás conoció. El pescador se encargó de organizar su funeral. Sin ningún tipo de ceremonia religiosa (como el viejo hubiese querido), el joven pescador, trazó sobre un bote de pesca celeste, con pintura negra, un nombre que oía al capitán repetir en sueños durante las noches tormentosas en las largas travesías que solían emprender. El bote fue devuelto en llamas al mar con el cuerpo del marinero Manuel ejerciendo como capitán y único tripulante.

"Somos secretos del Mar". Rezaba la inscripción en tinta negra de su espalda.




Aruba Sunset Sailboat. Fotografía de C. Fredrickson.


Escrito el 27 de Abril de 2009

Este cuento está relacionado con el primero, "El marinero Manuel". Era un tema que hace tiempo, supongo que me atormentaba. Al ver que era en Abril del pasado año, me sorprendo, lo recuerdo como algo mucho más lejano. Por suerte, el tiempo hace que todo se cure. Cada vez estoy más convencido de que nada es incurable, y eso es bueno. Yo ni tengo barco, ni soy de nadie. Y el marinero Manuel murió hace tiempo, y murió por cobarde, merecido lo tenía.


Salud. Tomás.

SEXTO CUENTO. [Vista, oído, olfato, tacto...] Y gusto.

Todo empezó por una caída. Martín tropezó debido a su borrachera —lo de salir los jueves no le sentaba bien— y comenzó a dar volteretas a gran velocidad pendiente abajo por el paseo del parque, sólo pudo frenar de golpe contra una farola que se apagó por el fuerte impacto. Martín perdió el conocimiento hasta que se vio sacudido por dos fuertes guantazos en su cara —directo en la izquierda y revés en la derecha—. Abrió los ojos, allí estaba ella, indescriptible... No fue capaz de asimilar sus bellos rasgos hasta que permaneció todo un minuto en silencio observándola, sin escuchar siquiera sus preguntas.

—¿Estás bien? —decía ella—. Oye, ¡espabila!, ¿estás bien?

Así durante unos segundos en los que la joven empezó a asustarse dado que aquel chaval no abría la boca y la miraba totalmente ido.

—Eh, chico, ¿cómo estás?, dí algo por favor —seguía insistiendo ella, casi rogando.

Entonces, él comenzó a oírla y el resto de sonidos de la calle a esa hora, aún sin luz, en la que todo el mundo arrancaba el coche para ir a trabajar se callaron para dejar su limpia y dulce voz en el aire.

Martín sólo la miraba fijamente y pensaba "qué voz más bonita tiene", pero no decía nada. Un instante después, empezó a percibir su olor; supo, sin saber por qué, que no olía a perfume, sino a champú... Se le hacía un tanto raro darse cuenta de un detalle tan extraño, pero no podía dejar de inspirar ese intenso y agradable olor. Martín ya había conseguido verla, oírla y olerla; eso era un avance teniendo en cuenta su estado inicial.


La chica, al darse cuenta de que él volvía en sí, le dio la mano e incluso se molestó en tirar con todas sus fuerzas para levantarlo. Martín ya no estaba ebrio, ahora estaba embriagado, totalmente enamorado, confundido y con ganas de pronunciar dos palabras que, sin embargo, su lengua no acertaba a articular. Ahora que sabía como eran sus facciones, su dulce voz, su fresco aroma y el suave tacto de su mano, Martín no sabía cómo hacer para experimentar la única forma en que no había sentido a esa chica; pensó y decidió ser directo —en realidad no lo decidió, salió sin más; no le hizo falta ni pensar, era algo que tenía muy claro—.


—Te quiero— dijo por fin, en no más que un leve susurro.

Clara sostuvo la mirada del chicho hasta darse cuenta que sus ojos delataban la más profunda sinceridad, pudo oír el palpitar de su corazón; Clara también olía el nerviosismo que él, al hacerle tal confesión, emanaba; y, por medio del tacto de la mano que aún tenían sujeta el uno al otro, Clara pudo notar como ese joven al que acababa de despertar, temblaba. Lo tuvo claro, no sabía por qué, pero distinguió a Martín de tantos otros que había conocido Supo que era especial. Era irrevocable, Clara también estaba enamorada. Sin dudarlo un instante más, lo agarró por la nuca y lo besó.

El sabor de sus labios, de sus lenguas y del cielo de sus bocas, superaba abismalmente a cualquiera de los otros cuatro sentidos que ambos habían percibido del otro ni de ninguna otra persona en el mundo.



Beso. Fotografía de Carmen Mª Lorente Hernández.


Escrito el 11 de Febrero de 2009.

Esta historia, hoy la veo un poco como comedia romántica. La inspiración supongo que vino de las ensoñaciones pre-matinales en Alcoy al volver de fiesta algún jueves —convertido ya en viernes—. Como toda comedia romántica, es surrealista y absurda, pero es lo que me salió en ese momento.

Me he tomado la libertad de retocar una foto y publicarla aún sin permiso de su legítima dueña, aunque espero que no me mate por ello, que sabe que lo hago porque amo sus fotos casi tanto como a ella.

La entrada de hoy, la publico porque, al fregar los platos —ejercicio para el que siempre me acompaño de música— ha sonado una canción de Coralie Clément y, recordando que, según el orden, el próximo cuento que tocaba publicar era éste, he pensado que no había mejor momento, que Coralie me ha llamado a hacerlo.


Salud. Tomás.

QUINTO CUENTO. El Ángel Caído.

El detective Sparrow se acercó con el ceño fruncido al cadáver del joven escritor que yacía sentado en el suelo, con la cabeza y el dorso apoyados en la esquina más sucia de la tétrica habitación. El joven tenía su negra mirada perdida en una inmensidad que Sparrow no acertaba a comprender y las muñecas sesgadas de las cuales pendían unos hilos de sangre de un color más rojo del que el detective recordaba haber visto en cualquier otro humano, ya estuviera vivo o muerto.

Sparrow dejó al forense hacer su trabajo previo al levantamiento del cuerpo y decidió echar un detallado vistazo por la habitación en busca del arma suicida. El veterano y respetado detective buscó por todos los rincones del dormitorio algo que le sugiriese el más mínimo peligro, sin embargo, todo el mobiliario que se hallaba en el cuarto eran una cochambrosa cama, una silla con la pintura descorchada, un escritorio con una vieja Olivetti y un montón de folios que habían sido escritos utilizándola y un armario al que le faltaba una puerta. El resto de basura no eran más que restos de bocadillos, colillas de cigarros y una marchita rosa amarillenta embutida a en un botellín de cerveza lleno de agua.

El viejo policía no encontraba explicación a que el arma de un suicidio no se hallara entre tan escasas pertenencias; claro que él no vio que bajo el armario se encontraba la prímera página de la saga de hojas que había sobre el escritorio. Se trataba de un folio en cuyo centro había escrito un título: "El Ángel Caído". El margen izquierdo de la hoja estaba totalmente coloreado de un matiz granate apagado, el color que toma la sangre al impregnar la celulosa.

Si el detective Sparrow hubiese pensado en leer la novela del difunto escritor, hubiera descubierto que la última página del montón que se encontraba junto a la máquina rezaba la siguiente frase, justo antes de su punto y final: "[...] Y es que a veces no recordamos que las cuchillas más afiladas son las palabras".

El Ángel Caído.


Escrito el 11 de Enero de 2009

No recuerdo cómo surgió esta historia. Creo que, simplemente, por mi afición a la novela — y el cine— sino negra, al menos de tintes misteriosos, quise imbiscuirme en este campo con una de mis tonterías. El título, cómo no, lo saqué de una canción —en realidad, del disco donde se encuentra dicha canción—, aunque la frase final del relato que, apartando falsas molestias, me gustó, es de mi cosecha.

En mi adolescencia tuve mi ‘época heavy’ y, aunque pasó, siempre queda algo, y alguna canción hay que aún hoy escucharía con gusto.


Salud. Tomás.


CUARTO CUENTO. Alicia.

Se despertó a las ocho en la suite que le habían reservado en el hotel más lujoso de Moscú. Tras lavarse la cara, reflexionó sobre la noche anterior. Al recordar que el Teatro Bolshoi le brindó una ovación de más de veinte minutos, supo que por fín lo había conseguido. Alicia era la mejor bailarina que había dado el mundo del ballet.


Ballet de Houston.


Escrito el 29 de Diciembre de 2008.

Esta vez, el relato surgió como un simple agradecimiento a una amiga que, desde el principio, siempre me animó a la tontería esta de escribir –entre otras muchas cosas–. Aunque ahora hayamos perdido bastante el contacto, siempre queda algo. Además, ya me encargaré yo de no faltar a la próxima cita importante, como falté a esta última (Borregos de Alcoy 2010). Y teniendo en cuenta todo esto, ¿por qué cambiar la dedicatoria?

Hoy, pondré otra canción (como el Fotolog al principio, esto va tomando una estructura común en todas las entradas y, de momento, creo que la mantendré). Y la canción de hoy no podría ser otra.


Salud. Tomás.

TERCER CUENTO. Zapatos rojos.

Me desperté mareado, aturdido, apenas acerté a ver en mi reloj que eran las cinco de la madrugada. Súbitamente, me di cuenta de que aquella no era mi habitación, me encontraba en una cama vieja y haraposa, con unas sábanas marrones corroídas de quemaduras y manchas inclasificables. El techo era de un color que no sabría distinguir, entre el ocre y el musgoso. Enseguida supe que me encontraba en la habitación de una pensión cualquiera del casco antiguo de la ciudad.

De pronto, mi olfato captó un olor a vainilla que se acercaba por mi derecha, me incorporé en la cama y miré hacia la ventana abierta. Allí estaba ella. Cristina apuraba uno de sus cigarrillos aromatizados, apoyada en la repisa con la vista perdida en la noche. Su pálida tez resplandecía a la luz de la Luna y su largo cabello azabache caía melódicamente sobre su perfecta espalda. No sé si en ese momento mi mente se quedó en blanco o si, por el contrario, procesó una infinidad de ideas simultáneas. A duras penas, conseguí lanzar al aire una pregunta: —¿Qué ha pasado esta noche, Cristina?—. Ella, sin apartar la vista del exterior, me contestó que la misión de aquel cigarrillo que fumaba era responder a esa misma pregunta.

Cristina terminó su cigarro mientras yo permanecía inmóvil ya durante varios minutos. Se enfundó el vestido estampado en flores que moldeaba su cuerpo a la perfección, se puso el abrigo, introduciendo en el bolsillo izquierdo de éste sus piezas negras de lencería, se arrodilló y nuestras caras quedaron separadas por un palmo de aire. Entonces, sus carnosos labios bermejos articularon una frase que nunca podré olvidar: —Hemos cometido un grave error, hemos violado nuestra amistad—. Totalmente helado, asistí a la escena de como Cristina se calzaba aquellos zapatos puntiagudos y excesivamente rojos que tanto apreciaba, después, sólo acerté a oírla bajar las escaleras a un paso tan rápido como sus tacones le permitieron. Nunca más supe de ella.

Zapatos rojos.


Escrito el 13 de Noviembre de 2008.

Esta historia no sé exactamente cómo surgió. En el momento en el que lo escribí, estaba bastante tocado en lo referente a las migrañas —cosa bastante común en mí— y, con migrañas, casi siempre me ha resultado más fácil desvariar. Hoy en día, creo que me  imagino este relato con cierto toque al cine negro de antes, con el protagonista atorado en una situación de la que no puede salir por su adicción a una femme fatale que cualquier espectador sabe de antemano que será su perdición. Lo veo en blanco y negro pero ayudado, de forma casi despreciable, por luces de neón de distintos colores presentes en un barrio noctámbulo de una ciudad cualquiera. ¿Inspiración musical?, ¿prenda y color?... Mujer misteriosa y zapatos rojos... ¡Medias negras! La canción de un genio.
Joaquín Sabina - Medias negras

Salud. Tomás.

SEGUNDO CUENTO. Eiffel.

Cae la noche más oscura sobre la planta parisina. Madame Soirée sube a duras penas las escaleras y se acomoda como puede en un peldaño de mármol de la zona alta de Montmartre, busca en los bolsillos de su viejo abrigo de visón y saca su petaca. Mientras el calor de la absenta pasa por su garganta en una noche tan fría, evoca pensamientos de sus mejores años. La antigua estrella principal de Le Moulin Rouge deja escapar una lágrima al recordar su traje fucsia con lentejuelas y su chal negro, seguidamente, pega otro trago.

La torre Eiffel fue el mudo testigo de su infausta existencia y de la muerte que advino aquella noche de Enero a la escalinata más famosa de la ciudad bañada por el Sena.



Torre Eiffel. París.


Escrito el 28 de Octubre de 2008.

Suena bastante absurdo, pero este relato surgió en el momento en que fregaba los platos una tarde en mi piso de Alcoy (Alcoy de mis amores al que no me perdono volver tan poco). Llovía con fuerza y, con la lista de reproducción de música del ordenador portátil en aleatorio y con un volumen bastante alto para no escuchar el sonido de las gotas golpeando el cristal (sonido que en el suelo me encanta, pero no en los cristales de la casa), sonó una canción —qué digo canción, himno— de la Môme, de Madame Edith Piaf. Dicho tema era el legendario "Non, je ne regrette rien". Por el poco tiempo que pasó entre el primer cuento y éste, supongo que también lo escribí por gusanillo; aunque, en realidad, nunca tuve intención exclusiva de escribir, sino que siempre ha sido algo que ha salido de forma natural, de ahí la irregularidad temporal de publicación de cada una de estas tonterías.


Edith Piaf - Non, je ne regrette rien


Salud. Tomás.

PRIMER CUENTO. El marinero Manuel.


Amarró el barco, apagó las luces y entró en el bar del muelle. Él era un extraño, pero en cuanto tuvo oportunidad de hablar con ella, con la más bella camarera que sus ojos se deleitaron en observar jamás —y después de un rato compartiendo impresiones, sonrisas y miradas—, comprendió que allí estaba su casa; que no nació si no para eso, para vivir el tiempo que le quedaba junto a aquella mujer. Ésta es la historia de cómo el marinero Manuel cambió de puerto.


Puerto de Cádiz. Finales del Siglo XVIII.


Escrito el 26 de Octubre de 2008.

Fue la primera vez que, en lugar de escribir un poema en una servilleta, o hacer unas viñetas en las hojas de una libreta, "narré" algo de ficción. En aquella ocasión, el micro-relato surgió de un estado emocional frágil tras el cese de una relación; la principal fuente de inspiración-incitación a escribirlo fue una bella canción de Raimundo Amador. Esta canción me transportaba al Cádiz que vio partir a la Armada Invencible antes de ser vencida en Trafalgar, un Cádiz de tabernas, putas y borrachos en el puerto... Un Cádiz en el que una gitana podría cantar una copla a la luz de un farol y enamorar a cualquier marinero que pasara por allí el día de su permiso.


Salud. Tomás.