SÉPTIMO CUENTO. La canción prohibida.

Ebrio, haraposo y hediente a alcohol de fuerte graduación y tristeza. Así se presentó en la heladería del muelle. Aunque era mediodía, no era capaz de percibir aquella intensa luz que el Sol desprendía.

En las timbas clandestinas perdió su velero, su traje, sus galones y la poca dignidad que le quedaba. Se apoyó en la barra de la heladería y pidió un vaso de ginebra con hielo —o eso pareció vocalizar—. La niña que estaba atendiendo a los clientes entró corriendo a la trastienda a advertir a su padre de la desagradable visita. El dueño del local salió, escoba en mano, y empujó al viejo y desaliñado marino hasta fuera de la heladería, éste se tropezó en el marco de la puerta y salió dando tumbos hasta caer cerca del borde del muelle.

Diez minutos después, el marinero se levantó del suelo a duras penas y prosiguió su vagar sin rumbo por la dársena, pues nunca supo moverse en un sitio en el que no percibiera la humedad, la brisa, el salitre y el graznar de las gaviotas. A los cinco minutos de empezar a deambular, volvió a caer, esta vez al mar. Nadie se percató del accidente.

El andrajoso barbudo alcanzó la mayor lucidez de los últimos años justo en el momento previo a lo inevitable. Antes de que el agua inundase sus pulmones, el que fuera capitán de navío tuvo tiempo de recordar lo feliz que había sido y también los reveses que la vida le había reservado. Pero, sin embargo, no era eso lo que lo había llevado a caer en aquel pozo salino sin fondo que antaño había sido su hogar; el recuerdo que había torturado a Manuel desde hacía años, fue aquella canción que ella cantaba a la luz de una farola en el puerto de Cádiz la noche que la conoció.

Un pescador encontró a cien metros de la costa el cuerpo inerte de un hombre por cuya apariencia no podía identificar, sólo tenía una marca distintiva en forma de tatuaje en la espalda que le hizo recordar que se trataba del que otrora fuera su patrón y, quizás, el marino más sabio que jamás conoció. El pescador se encargó de organizar su funeral. Sin ningún tipo de ceremonia religiosa (como el viejo hubiese querido), el joven pescador, trazó sobre un bote de pesca celeste, con pintura negra, un nombre que oía al capitán repetir en sueños durante las noches tormentosas en las largas travesías que solían emprender. El bote fue devuelto en llamas al mar con el cuerpo del marinero Manuel ejerciendo como capitán y único tripulante.

"Somos secretos del Mar". Rezaba la inscripción en tinta negra de su espalda.




Aruba Sunset Sailboat. Fotografía de C. Fredrickson.


Escrito el 27 de Abril de 2009

Este cuento está relacionado con el primero, "El marinero Manuel". Era un tema que hace tiempo, supongo que me atormentaba. Al ver que era en Abril del pasado año, me sorprendo, lo recuerdo como algo mucho más lejano. Por suerte, el tiempo hace que todo se cure. Cada vez estoy más convencido de que nada es incurable, y eso es bueno. Yo ni tengo barco, ni soy de nadie. Y el marinero Manuel murió hace tiempo, y murió por cobarde, merecido lo tenía.


Salud. Tomás.

1 comentario:

  1. Siempre me he preguntado si la muerte es así como siempre la pintan, es decir, ese momento donde tu vida pasa delante de tus ojos. Porque en lo particular, en más de un momento de la vida eso me ha ocurrido y no era precisamente en un momento en el que crei que me iba a morir o algo. Todo lo contrario. Al menos que eso indique que morimos todo el tiempo. En fin, curiosidad que por el momento es mejor no resolver.

    Me dió algo de lastima el marinero, el alcohol en exceso y dependencia siempre se debe de considerar como un problema. Y es triste que a muchas personas les ocurra eso con frecuencia, su propio vicio los mate. Aunque este vicio tenía más de un nombre.

    ¡A por el próximo!

    ResponderEliminar